El 24 de diciembre después de la cena navideña me disponía a partir a mi casa. De repente una bachatica enamoró mi oído y miré, miré hacia el frente y en la otra acera se encontraban ellos, dos hombres jóvenes bailando bachata sin preocupación, sin remordimiento, sin pena y con mucha gloria. No había trazo alguno de sexo, mucha camaradería, mucha nostalgia navideña de quien quizás para bailar sólo tiene ese amigo, ese compatriota, ese vecino. Desde el otro lado mi corazón aplaudía de envidia, porque esos dos afortunados habían encontrado ese lugar tan deseado por muchos nosotros: un mosaico libre de homofobia, donde solo había bachata, camaradería y ganas de bailar, donde aquella vergüenza de ser vistos no existía, donde los pies simplemente se movían.